Este hecho enseñó a Voltaire que, aunque había sido acogido con agrado y curiosidad en los salones de la nobleza por sus múltiples y variados talentos, existía una distancia verdadera y real en la sociedad estamental entre los privilegiados (nobleza y clero) y la plebe, que esta no podía traspasar: la ley no era igual para todos; por ello se convirtió en un gran defensor del derecho a una justicia universal: para él todos los hombres son iguales ante la ley, por más que su pragmatismo no le permitiera creer a fondo en el derecho natural, ni tampoco en la bondad congénita del ser humano, como sí hacía Jean-Jacques Rousseau, con el cual se enemistaría más tarde en Suiza sobre todo por sus ideas sobre el teatro.
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